Hacia ningún sitio

Espero fumando un cigarrillo. Sentado. Ya he estado esperando antes dando un paseo. A veces, las esperas surgen largas como días de verano. He paseado por las calles en penumbra. Hasta llegar a este banco. La primavera se ha adelantado y, aunque la luz de la luna llena sepulta al día con arrogancia, el cielo aún brilla azul hacia el oeste. Bares chicos albergan a algún consumidor de chatos que apura el vaso antes del letargo. Las tiendas de alimentos recogen el género. Compiten con supermercados. Demasiados. Parecen apiñados en las calles. Cada uno con su gran logo de color, su muestrario excesivo y su segurata torpe, pero crecido. En las terrazas de los bares se agolpan rumanos con ropas cómodas manchadas de pastas varias y de pinturas de colores. Enjutos chándales decorados por Pollock.

En la barbería dominicana cuatro jóvenes observan como un quinto rapa la nuca al cero a un sexto. Parecen ropas que hayan venido volando desde el cielo. Repanchingados quizá sea la palabra. Caídos es casi seguro. 

Algunas mozos y mucamas abrevan también agolpados en la terraza del bar de la plaza, atestada antes del toque de queda. Desde sus atalayas rojas con letrero de la Ámbar divisan a sus vástagos. Un remolino de niños de todos los colores que gritan y se persiguen. Amontonan tierra y lanzan piedras. «¡¿Dónde está tu hermana?!» se oye un grito desde la una de las mesas. Unos hombros pequeños, escondidos bajo una capa de grasa joven, se encogen como respuesta. Pequeñas personas libres, de momento, hasta que llegue la ducha. Y la cena. Y la tele. Y, por fin, el sueño. 

Un muchacho flaco habla hacia un teléfono móvil que sujeta como si fuera una tostada en la que se puede resbalar la mermelada. Su aliento a marihuana le grita con un deje gitano al altavoz. Pero él es payo. Blanquecino. 

Dos hombres menos viejos de lo que aparentan vuelven a casa con el morro caliente. Les sigue una niña vestida como en un vídeo de Rihanna. Uno silba una melodía pegadiza de radio fórmula. El otro espeta, en una conversación inexistente, «qué vida más aburrida». 

En la puerta de la joyería se agazapa un púber que también juega a ser malo. Como el que hablaba a la tostada. Unos cascos de piloto de aerolínea fracasada emiten un zumbido en el que se intuye un ritmo seco y una melodía pasada por autotune. Demasiado pasada. Autotune a discreción. También fuma ganja. Barata. Matojo. Se le huele a diez pasos. Desde dentro de la joyería no pueden verle. Desde la calle nadie quiere mirarle. No es nadie y lo sabe. Si abriera la boca no tendría nada que contar. En todo caso esa nada tendría el filtro de la voz del malote, sostendría la jerga que escucha en sus excesivos cascos. Esgrimiría exabruptos acordes a su mala cara. En otro tiempo un quinqui agazapado en la puerta de una joyería era sinónimo de atraco, de golpe, de recortada, de fajos de pasta en una bolsa de deporte, de salir volao en unas riejus o en unas montesas, o quién sabe, en un 124 con el puente hecho bajo el volante. Ahora no es más que un chaval triste que escucha música triste. Podría robar la joyería, si el incauto de dentro le abriera la puerta. Podría sacar algo de efectivo pero la mayor parte de la guita ya estará jugando en bolsa vía datáfono. Incluso podría huir en un coche afanado si alguno de sus colegas es capaz de cambiar la centralita de uno de estos autos modernos que esconden todo bajo carcasas de plástico y mecanismos electrónicos.

«Te lo vendo por cien pavos» se escucha en la plaza. Un incauto trata de vender un teléfono recién afanado a otro incauto. Un descuido de terraza del bar. Demasiadas cañas quizá. Le puede pasar a cualquiera. 

Una mujer menguante empuja un andador. Un skinhead en chándal se cruza con ella. Tras ellos es la hora de los perros y la plaza dibuja una escena llena de canes olisqueando y corriendo. Algún ladrido furtivo. Y el dueño de un pobre perro que tararea el «a por ellos», como si estuviera en el fondo norte, o, lo que es más seguro, como si estuviera jaleando el envío de las tropas a Cataluña. 

Desde donde me he sentado sigo viendo al muchacho ahí, encogido bajo el escaparate de la joyería. Espera algo. A alguien. Pero nadie sabe a qué o a quién. En su gesto hay una sombra de derrota. Las rodillas dobladas en su punto máximo, los talones junto al culo. Apenas la nariz asoma de su mascarilla por encima de las rodillas. La capucha le tapa, seguro, una mata de pelo negro y caracoleado. Asoma solo un mechón, pero se intuye el rizo. Junto a la joyería se abre el portal. Sale una muchacha joven y morena. Mira a la derecha y luego a la izquierda. Bajo la mascarilla rosa se intuye una sonrisa que dibuja con el gesto de los ojos. Se acerca sigilosa al muchacho y le lanza una patadita al tobillo. Sonrisas recíprocas escondidas bajo mascarillas. Santitos. Manos que se engarzan. Un beso ficticio. Labios, papel, tela, labios. Ambos se van de la mano hacia la plaza. Tortolitos derrotados. Sin futuro ni esperanza. Deambulan hacia un lugar seguro. Un bosque en el que convertirse en árboles. Un reducto de libertad ajeno a las miradas. Buscan el camuflaje perfecto. Sus cuerpos se buscan. Sus brazos se abrochan a las cinturas contrarias. Como en una danza balcánica. Caminan hacia ninguna parte y lo saben. Hartos sin haber comido. Todos. Todas ellas. Agotados.

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Relato de Miguel Ángel Conejos.

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